jueves, 5 de marzo de 2009

Potestad de Autotutela Administrativa



Introducción:
La Potestad de Autotutela Administrativa, fundamentalmente, es el poder de actuar que posee la administración sin la necesaria intervención de un tercero imparcial que le de certeza y valor jurídico de título ejecutivo y ejecutorio a las manifestaciones de su voluntad (Actos Administrativos),

por encima y en detrimento de los derechos e intereses de los terceros particulares que se ven obligados jurídicamente a soportar esta actividad administrativa, y que sólo les queda la posibilidad de recurrir a ese tercero imparcial, o juez, una vez cumplida la voluntad administrativa, para reestablecer la situación jurídica que pudiera infringir sus derechos o para reparar las lesiones patrimoniales o morales que este actuar pudiera ocasionarle.

Ya en un excelente trabajo de Karina Anzola Spadaro (» Los Privilegio de la Administración Pública y su Justificación Final, presentado la Revista de Derecho Administrativo, Número 19), se llegó y logró una justificación teleológica al desarrollo de esa actividad, pretendemos ahora hallar, si la hay, una justificación jurídica al ejercicio de esta potestad.

Exordio:

Es un hecho cierto que la Administración Pública actualmente ostenta ciertas prerrogativas[1] en el ejercicio de sus funciones y tanto los abogados, como todos los operarios de justicia y la sociedad así lo han aceptado, en principio, pacíficamente. Desde los inicios del Estado de Derecho Liberal moderno, se ha buscado una definición y su correlativa justificación a esa rama del derecho que es el Derecho Administrativo, si es que realmente éste existe como una rama autónoma, situación esta última soslayada actualmente al ser efectivamente estudiada como tal.

La definición de lo que es Derecho Administrativo ha pasado por varios criterios definidores de su fundamento, a grandes rasgos: primero, una vez aceptada la idea de su existencia como rama autónoma del derecho, fue la noción del «servicio público» la que sirvió de justificación de su existencia, luego, por no poder este fundamento satisfacer la totalidad sus actividades al no agotarse sus funciones en la sola consecución de los servicios públicos, sino que por el contrario su actividad y funciones van más allá de estos, es por lo que se adoptó la noción de «acto administrativo«, la cual tampoco dejo de tener severas criticas lo que obligó a buscar otro fundamento definidor de qué es lo que debe ser Derecho Administrativo, es así que se propone como noción justificativa la de «interés público»[2].

No obstante lo anterior, hay quienes consideran que ese «interés público» es la razón teleológica que justifica la existencia de la Administración Pública, la cual es regulada, parcialmente, en sus diversas actividades (no exclusivamente) por el Derecho Administrativo. Aunque escapa al alcance de este sucinto trabajo determinar la génesis tanto del Derecho Administrativo como de la Administración Pública por él regulada, para determinar, de esa manera, qué o quien fue primero a los fines de determinar cual justifica la existencia del otro, podríamos decir que el Derecho Administrativo, tal y como lo concebimos actualmente, surge por una necesidad de regular a la nueva Administración, específicamente el Ejecutivo, que deviene de la configuración de ese nuevo Estado Liberal que siguió al Estado Absoluto, en el cual imperativamente se adoptó el sistema de división de funciones (separación de poderes) como una garantía hacia los ciudadanos y la cual no podía ser regulada simplemente por el derecho público considerado como hasta entonces era concebido. El punto de arranque del régimen jurídico de la Administración se encuentra en la famosa ley 16-24 de agosto de 1790, que, en los términos conminatorios, propugna la separación entre las funciones administrativas y judiciales[3]. El régimen administrativo, por ejemplo, no se implantó en Alemania revolucionariamente y las etapas evolutivas se han sucedido con lentitud. Así, a comienzos del siglo XIX no existía aún derecho administrativo y «las normas conforme a las cuales los funcionarios habían de regir la Administración constituían órdenes de servicio y no preceptos jurídicos»[4].

Por lo anterior es que actualmente justifican las prerrogativas que ostenta la Administración Pública, en uso de sus facultades, en esa noción que subyace en el criterio definidor que establece su existencia, el cual es el «interés público». Es precisamente a esa conclusión que llega Karina Anzola Spadaro en su trabajo «Los Privilegios de la Administración Pública y su Justificación Final», publicado en la Revista de Derecho Administrativo Nº 19 (Editorial Sherwood), después de analizar diversas razones tales como la histórica, el carácter democrático de las autoridades públicas, entre otras.

Es aceptado que el criterio definidor, o razón teleológica de qué es lo que debe ser Administración Pública y su regulación, el Derecho Administrativo, es el «interés público», en vista que es él quien justifica la existencia de esa Administración, ya que si no se requiriese la garantía de satisfacción de ese «interés público» en nuestros Estados modernos, no habría necesidad de Administración Pública tal y como la concebimos actualmente y el Estado se bastaría solo con órganos políticos que garanticen la seguridad externa y la paz social, y su regulación sería responsabilidad de la sociedad, tal y como sucedía en la época de la monarquía y la república romana[5], por ejemplo, en donde no se requería una separación radical de la sociedad de lo que se pudiera considerar pudiera ser el equivalente de lo que es hoy el Estado.

No obstante, consideramos, apartándonos del criterio generalizado actualmente, que no es el «interés público» el criterio justificador de la existencia de la Administración Pública, sino el necesario ejercicio del «poder público», siendo el «interés público» la forma y medida del ejercicio de ese poder público, configurándose, en consecuencia, en unos de los parámetros definidores del tipo de Estado en particular. Así en un Estado Democrático y Social la exigencia del «interés público» debe ser de mayor intensidad que para un Estado Totalitario e incluso casi nulo dentro de un Estado radicalmente Liberal o en una sociedad en la cual sea ésta misma la que se regule directamente, tal y como era en las organizaciones política antiguas en las cuales no existía o no había la presencia de una organización (Estado) tal y como la conocemos actualmente. Utilizando un símil, podríamos decir, que si el Estado Moderno actual es un tren, la locomotora sería la Administración Pública que lo impulsa siguiendo la vía (rieles) que conforma e indica el «interés público», siendo que ese «interés público» deviene del sentir general de la sociedad que es la manifestación de la voluntad general plasmada en leyes formales y que el destino estaría identificado con los fines del Estado a los cuales se debe dirigir el actuar de la Administración en el ejercicio su actividad Administrativa como ejecución de las potestades asignadas y contenidas en sus competencias.

Consideramos que debe ser así, ya que, la creación de la Administración Pública como tal, no puede ser un acto caprichoso del Estado, a la cual una vez creada se le asigne una cualquiera forma de actuar sin tener un fin determinado, sin saber a donde se desea llegar, aunque ese actuar se haya definido como de interés para todos, no basta entonces que posea un fin axiológico, sino que requiere una finalidad fáctica, por lo que debe ser la Administración Pública creación de una real y efectiva necesidad, y esa necesidad no puede ser otra que la ejecución de ciertas funciones y actividades para la consecución de los fines y cometidos del Estado, los cuales no siempre estarán comprendidos dentro de ese «interés general», al menos no directamente.

Después del cambio de los Estados modernos desde el absolutismo a los Estados liberales, se produce un quiebre o punto de inflexión en el ejercicio del poder público, hay un cambio en la titularidad del ejercicio de lo que Bodino señaló como soberanía, ésta es transferida, en líneas generales, desde quien o quienes ejercían el poder, a los individuos que conformaban, o conforman la sociedad, al menos esos han sido desde el inicio los postulados de los revolucionarios franceses, estos individuos dejan de estar supeditados al poder absoluto de quien ostentaba la soberanía, dejan de ser súbditos para convertirse en ciudadanos, en titulares de ella y por lo tanto no sujetos a voluntad ni poder alguno que no sea el de ellos mismos, plasmados y materializados en Leyes a las cuales se comprometen conformarse, aun bajo coacción de los órganos públicos a los cuales la sociedad le concede ciertas potestades que pueden y deben[6] ejercer aun en contra de quienes, impropiamente, se dicen que representan.

En consecuencia, para la consecución de todos los fines y cometidos que se dé la nación, esta le otorga algunos poderes a ciertos órganos que conforman el Estado, concesión u otorgamiento que debe ser de manera exclusiva, individualizada y excluyente, para que en ejercicio de sus funciones previamente definidas, en especial administrativas, se puedan lograr esos fines. Pero la división funcional de los fines del Estado debe ser clara y taxativamente regulada, no puede ser caótica ni improvisada, aleatoria ni ambigua, debe estar claramente definida y regulada y es precisamente esta regulación, claramente definida para evitar la improvisación y la ambigüedad lo que dio origen al Derecho Administrativo como una rama, cada vez más autónoma, del derecho público[7] en protección de los ciudadanos.

Con el otorgamiento de estos poderes para la consecución de los fines del Estado, los individuos titulares de la soberanía le reconocen «auctoritas» a la Administración Pública, para qué condicione sus propias conductas, los cuales reconocen esa autoridad superior por ellos concedida, para que en ejercicio de la misma pueda la Administración Pública disponer de medios coactivos para allanar toda resistencia que se oponga a la voluntad de la Administración en el ejercicio de su autoridad para el cumplimiento de los fines del estado[8] y en perjuicio de los intereses y derechos individuales. La investidura de estos poderes a la administración pública le confiere ciertas atribuciones con el objeto de confiarles el cuidado de determinados intereses públicos homogéneos (sanidad, educación, minas, agricultura, etc.)[9], las cuales son establecidas en las competencias como medida de esas atribuciones.

Hemos ya señalado que las atribuciones de esos poderes otorgados a la Administración Pública por el conjunto de individuos que forman la nación de un Estado en particular y que les confiere las competencias necesarias para el ejercicio de las funciones en cumplimiento de sus cometidos, deben de estar clara y previamente establecidas, y ese establecimiento debe ser realizados mediante la elaboración de Leyes en sentido formal, como manifestación de la voluntad general de los ciudadanos, es decir, estas leyes deben conformar el deseo general de la comunidad.

Por tales razones, es que todo el actuar de la administración pública debe estar clara y previamente señalado en una Ley, esto da origen al llamado Principio de Legalidad, uno de los fundamentos o axiomas del Estado de Derecho, además del Principio Separación de Poderes y del reconocimiento y protección efectiva de derechos y garantías constitucionales (Derechos Fundamentales).

En resumen, todo actuar de la Administración Pública, en el ejercicio de los poderes públicos concedidos para la consecución de intereses públicos, debe estar regulado en una Ley, en consecuencia el principio de la Autotutela Administrativa, como una manifestación de ese ejercicio del poder público debe, con más razón, estar prevista, previa y claramente, en una ley formal.

Sin embargo todo lo anterior, vemos y así lo hemos aceptado como un paradigma, que la Administración Pública goza de la Potestad de Autotutela Administrativa, tal y como ya sucintamente la hemos definido, aun en situaciones en las cuales no exista Ley que la establezca y regule.

Vinculación de la Administración al Sistema Jurídico:

Como ya hemos señalado, existen tres axiomas fundamentales que posibilitan la existencia del Estado de Derecho, que se transmiten directamente como fundamentos axiomáticos al Derecho Administrativo»: «Uno, el principio de legalidad, que hace de la Ley o la Regla de Derecho -«rule of Right»- la condición de cualquier acto estatal. Segundo, el principio de separación de poderes, convertido en principio de distinción de funciones, en virtud del cual corresponden a cada uno de los órganos del Estado el cometido prescrito por una regla atributiva de competencia y Tercero: Principio de integridad de los derechos subjetivos cuyo eventual menoscabo exige una reparación inmediata, sea en forma de restablecimiento o de indemnización«[10].

El Principio de Legalidad obliga a la Administración Pública actuar sólo y únicamente ejecutando lo prescrito en una Ley formal previa, por tal razón no podría, en principio bajo ningún concepto, actuar bajo su propia autoridad. Como consecuencia de este principio, con el objeto de la consecución de los fines y cometidos que se dé la nación en respeto de la soberanía que ella misma ostenta, materializada ésta en la Sociedad, escindida de lo que debemos entender como Estado, es por lo que se le asignan algunos poderes a ciertos órganos que conforman el Estado, que como ye hemos señalado, debe ser de manera exclusiva, individualizada y excluyente. Esto llevó a la formulación del segundo axioma de los que configuran los elementos existenciales del Estado de Derecho en los términos y concepción actual, y que a su vez obligó la existencia de la Administración Pública, el cual es el Principio de Separación de Poderes, principio político que pasó al concepto técnico de separación de funciones, el cual como ya hemos señalado debe ser claro y taxativamente regulado, no puede ser caótico ni improvisado, aleatorio ni ambiguo, debe estar claramente definido y regulado, dando origen al Derecho Administrativo como una protección para los ciudadanos.

Los sistemas de gobiernos en nuestro continente, en líneas generales y con algunas variantes, han seguido la tradición del sistema Presidencialista que se implantó en Norteamérica, a diferencia de los sistemas de gobiernos continentales europeos, diferenciándose de los otros sistemas de gobierno, como el parlamentario, básicamente en las prerrogativas que estos sistemas presidencialistas otorgan al Poder Ejecutivo.

Esto nos lleva a una paradoja, mientras acuñamos en nuestras sociedades Latinoamericanas que el sistema de gobierno es el presidencialista[11], a imagen y semejanza al adoptado por la revolución americana, con las variantes y distancias en cada caso en particular y que para la situación patria incluso asumimos la organización Federal, no obstante lo anterior, adoptamos el sistema jurídico continental europeo, aunque la evolución norteamericana y europea, a más de comenzar con premisas diferentes, evolucionaron por senderos diferentes, mientras nuestras sociedades siempre hemos estado como a caballo entre las dos situaciones sociales.

Esta premisa bien la observó Tomás Polanco Alcántara en su trabajo «El Recurso de Inconstitucionalidad en la Constitución Venezolana del 1811, publicado en la colección colectiva «El pensamiento Constitucional de Latinoamérica – 1810 – 1830 – tomo IV, Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia. Sequiscentenario de la Independencia. Caracas – Venezuela MCMLXII», en efecto en la introducción de su trabajo expresó: «Dos casi dogmas se han sentido sobre ella: que fue copia de la Constitución Norteamericana y que estuvo grandemente influida por las ideas revolucionarias de Francia«, para luego, en su capitulo primero afirmar: «Fueron, pues angustiosas sin duda alguna estas deliberaciones y de ella surgió el sistema mixto que recibieron los artículos constitucionales: 1.- Adoptar como principio que los inconstitucional era nulo y tiránico. 2.- Relevar a todo funcionario de la obligación de acatar una ley o acto estatal cualquiera cuando ella fuere inconstitucional. 3.- Facultar al Congreso para juzgar a los actores de actos inconstitucionales y para revisar los actos legislativos de las provincias en orden a expurgarlos de inconstitucionalidad y 4.- Preveer para el pueblo la facultad de elegir a sus representantes, de motu propio, cuando no fuere convocado por los órganos legítimos del Estado y de revocar a su gobierno, por medios inconstitucionales, cuando éste se apartare de las finalidades que le atribuía la Carta Fundamental«.

De los anteriores asertos podemos extraer inmediatamente tres grandes conclusiones, la primera, nuestro sistema jurídico desde sus inicios reconoce el valor normativo supremo de la Constitución, la segunda, que cualquier ley o acto que la menoscabe o contraríe es nulo por tiránico al estar en contra de la voluntad del constituyente, titular de la soberanía y tercero el pleno sometimiento de los poderes públicos a la Ley para el cumplimiento de los fines atribuidos por la Carta Fundamental. Una de las diferencias iniciales con el sistema norteamericano es que nuestro control de la constitucionalidad era ejercido por el Congreso y no por los jueces, tal y como fue adoptado por Norteamérica una vez reconocido, jurisprudencialmente, en el año 1803 por la Suprema Corte, en el paradigmático caso Marbury VS. Madison, esto tal vez por la influencia del temor que los constituyentitas franceses sentían hacia los jueces, sentimiento que tomó el constituyente Venezolano.

De lo anterior podemos observar que para la existencia y además el ejercicio de todas atribuciones y facultades asignadas a los órganos del poder público y específicamente la Administración Pública, nuestro sistema jurídico, desde sus inicios[12], ha requerido la sujeción al Derecho y más aun a la Ley para su existencia y su actuar, esto es lo que la doctrina ha denominado como Principio de Legalidad o la Juridicidad del actuar Administrativo, por lo que es la Ley y el derecho, de una manera positiva, quienes condicionan y son a su vez fundamento del actuar de los órganos del poder público, dando una cobertura de validez positiva su actuar, constituyendo lo que la doctrina ha dado en llamar la «vinculación positiva«, y que ha dado origen, como corolario de su implementación, a la separación de funciones tal y como ya lo hemos señalado.

Ahora bien, habiéndose optado por el sistema de gobierno presidencialista, por oposición al parlamentario, nos hemos obligado a otorgar al órgano ejecutivo ciertas prerrogativas para el cabal y eficiente cumplimiento de sus funciones, que dentro del sistema parlamentario ostentaría este órgano como representante de la soberanía de la nación como su única titular. Estas prerrogativas otorgadas o concedidas para el cabal desenvolvimiento de las funciones o poderes públicos en obsequio de los «intereses públicos» y en virtud de la necesaria autonomía requerida por la Administración Pública para el cumplimiento de sus fines y cometidos, origina ciertos campos de acción vacíos de juridicidad, lo que le permite a la Administración cierto grado de discrecionalidad, actuación discrecional que siempre debe estar claramente definida dentro de certeros y determinados límites establecidos por Ley, es lo que la doctrina a dado en llamar la «vinculación negativa«.

Muchos han dado en justificar estos espacios vacíos de juridicidad, dentro de los cuales puede actuar la Administración y en nuestro caso el Ejecutivo, en uso de esas potestades discrecionales definidas y limitadas por ley, en una supuesta doble legitimidad, o legitimidad dual, por estar por un lado legitimado por la Ley que le determina, no solo su fundamento de existencia, sino el límite de su actuar y por otro lado tiene la legitimidad del pueblo dada por el voto popular, ambas justificarían el ejercicio de esa discrecionalidad de su actuar administrativo.

En estos sistema de gobierno presidencialistas, con una legitimidad dual y al cual se le han concedido ciertas prerrogativas, el principio de legalidad, y su correlativa vinculación positiva de la Administración a la Ley, se encuentra morigerado en favor de la vinculación negativa, donde se dejan ciertos espacios, los cuales deben estar exacta y certeramente definidos en la Ley, dentro de los cuales no existe regulación que rija la formación de la voluntad administrativa, donde no le es dable a los otros órganos de los poderes públicos intervenir ni influencias esa actuar del Ejecutivo en virtud del principio de separación de funciones, tal y como ya lo hemos explicado.

Fundamento Constitucional de la Vinculación Positiva:

En el sistema jurídico venezolano prima la vinculación positiva de la Administración a él. El artículo 7 constitucional actual, siguiendo la tradición de todas sus predecesoras, tal y como ya lo hemos señalado, establece el valor normativo supremo de la Constitución para todas las personas (asociativas o naturales – públicas o privadas) y órganos que ejercen el poder público, mientras que el artículo 141, concatenado con los artículos 137 y 138 ejusdem, preceptúan expresamente esa vinculación positiva de la actividad Administrativa a la Ley y al Derecho y además se establecen los principios que fundamentan ese actuar y la formación de la manifestación de su voluntad, por lo que se implanta como condición previa, sine qua non, el sometimiento a una norma de rango legal ese actuar de los órganos del poder público, esto constituye el principio diferenciador entre las personas (en sentido lato) de derecho público de las derecho privado, mediante el cual las segundas, dentro de un Estado democrático como el nuestro, en ejercicio de su libertad y uso de la autonomía de la voluntad que debe prevalecer y ser el núcleo central de la sociedad, pueden realizar todo lo necesario para el desarrollo de su personalidad y su dignidad, sin más limitaciones que el respeto de los derechos de los demás y el orden público y social, mientras que las primeras solo pueden hacer lo que expresamente les sea permitido mediante Ley. Esto rompe o es una excepción al principio de la igualdad de todas las personas ante la Ley establecido en el artículo 21 constitucional.

Lo anterior es sumamente importante para nuestro estudio, en efecto, la constitución no hace distinción alguna entre las personas morales o asociativas de las personas naturales, como hemos visto, la constitución establece que todas las personas (morales o naturales), sin distinción, somos iguales ante la Ley, es decir no hay diferencia alguna entre unas y otras, a no ser en cuanto a las naturalezas que le sean propia de acuerdo a su naturaleza o condición natural, por ejemplo, los derechos humanos solo se les pueden aplicar y garantizar a los seres humanos o personas jurídicas naturales, mientras que las penas corporales no se le pueden aplicar a las personas jurídicas morales o asociativas. No obstante lo anterior la constitución, como ya hemos señalado, si establece una diferenciación positiva expresa entre las personas públicas de las privadas, sin distinción si son morales o naturales, el cual es el ejercicio de sus derechos, en las privadas siempre se presume su capacidad de obrar y ejercicio de sus derechos y cualquier limitación a este principio general será siempre excepcional, por lo tanto siempre debe ser declarado expresamente, mientras que en las públicas, por el contrario, no podemos presumir nunca derecho alguno para su actuar, cualquier ejercicio o actuación para la formación de su voluntad debe estar expresamente dictaminado en una norma de rango legal, la cual debe ser expresa y establecer con claridad el ámbito y forma de su actuar, lo que configura, semejante a lo que hemos definido como capacidad para las personas privadas, la competencia, la cual es la medida de las atribuciones conferidas por la Ley. Por lo que la competencia, contrariamente a la capacidad, siempre debe ser expresa y por lo tanto nunca se debe presumir.

Siendo lo anterior así, cuando la constitución habla de personas sin diferenciarles, debemos entender que se refiere a cualquiera (privadas o públicas), sin discriminación posible, a no ser que sea de acuerdo a la naturaleza propia aplicable exclusivamente a cada una como ya hemos adelantado. Por tal razón, el artículo 26 constitucional, cuando dice que toda persona tiene derecho de acceso a los órganos de administración de justicia para hacer vales sus derechos e intereses, a la tutela efectiva de los mismos y que el Estado garantizará una justicia equitativa, debemos entender que se está refiriendo y por lo tanto debe ser aplicado a todas las personas por igual sin ninguna discriminación negativa o nugatoria de esa igualdad, a no ser de la discriminación positiva expresada en la misma constitución.

Como inferencia de lo inmediatamente analizado, podemos establecer que los entres que representen o configuren a la Administración Pública siempre deben estar en igualdad de condiciones a las personas privadas, naturales o asociativas, por lo que la única diferencia posible es la medida de esa capacidad o competencia, según sea el caso, para el ejercicio de sus derechos y obligaciones, es decir, para sus relaciones jurídicas. Por tal razón, sería contrario a la constitución establecer diferencia alguna, entre cualquier tipo de persona, no establecido en la constitución o en una Ley, siempre y cuando ésta no desvirtúe o vacíe de contenido algún derecho protegido constitucionalmente.

Vinculación Negativa:

A diferencia de lo que se deduce del principio de legalidad o sometimiento pleno a la Ley y al derecho, que constituye esa vinculación positiva de la que hablamos en el acápite anterior, la vinculación negativa se refiere a esos espacios vacíos o libres de regulación, dentro de los cuales se le permite a la Administración ese actuar discrecional, que sin embargo no es ilimitado en cuando a su discrecionalidad, sino que por el contrario esa libertad de acción se encuentra circunscrita dentro unos claros y rígidos límites establecidos jurídicamente y de manera formal por una Ley, es decir, el principio de legalidad se establece como un rango o espacio dentro del cual la Administración puede actuar, en principio libremente, y se convierte en un principio de no contradicción de esa actividad a la Ley cuando va más allá de los límites que la misma establezca.

La existencia de la Administración Pública, como ya hemos indicado, es necesaria y está justificada por la exigencia de garantizar los fines de interés público requeridos por las necesidades generales de la sociedad. Para el eficiente logro de la satisfacción de esas necesidades generales, la Administración requiere, como ya hemos analizado, se les concedan ciertas prerrogativas que pueda utilizar solo y exclusivamente (competencia) dentro de ciertas áreas o sectores específicos dentro de la sociedad, sectores tales el de la alimentación, sanidad, seguridad interior, urbanismo, etc., los cuales requieren una regulación y tutela especial y reforzada para poder garantizar la satisfacción general y poder brindar paz social. Sería impensable tener que vivir en una sociedad donde tengamos temor de adquirir medicamentos y alimentos por no tener la certeza que sean aptos para nuestro consumo, que no nos atrevamos utilizar los servicios de transportes aéreos por no tener la garantía de su seguridad, o de no asistir a eventos en edificaciones públicas por no considerarlas seguras y presumir una eventual ruina de ellas con un perjuicio corporal sobre nosotros. Ya hemos visto que la concepción de Estado es histórica y que este existe para la satisfacción de las necesidades que los individuos solo no se las puedan lograr y que la sociedad, como tal, no ha podido brindar por no tener la organización política necesaria para imponer las decisiones que la misma pudiera adoptar en beneficio propio.

Esto explica la paradoja a la que nos hemos referido, en efecto, en los Estados Unidos de Norteamérica se estableció un sistema político presidencialista y como sistema jurídico el comon law. Sin entrar en ningún análisis pormenorizado de sistema del comow law, el mismo consideraba a la Administración directa como un particular más, a diferencia del derecho continental que siempre consideró, fundamentado en el principio de de separación de los poderes públicos, a la Administración investidas de ciertas prerrogativas. Sin embargo, ambos sistemas jurídicos, el norteamericano y el europeo continental, partiendo desde puntos diferentes, han ido evolucionando en sentidos, que aunque diferentes, han llegado a un punto en el cual se pudiera decir se han cruzado. En efecto, el derecho administrativo continental de raigambre francesa y modelo del nuestro, el cual partió, según la Ley 16-24 de agosto de 1790 totalmente independiente del control judicial e investido de grandes prerrogativas, ha ido constante y paulatinamente siendo cada vez más controlado por órganos con competencia jurisdiccional y desprovista a su vez de muchas de sus prerrogativas procesales a favor de mayores poderes para los jueces contenciosos y garantías para las personas de derecho privado, aunque en Francia estos órganos contenciosos sean diferentes de los del poder judicial, mientras que en Norteamérica, a la Administración Pública, partiendo de un control judicial pleno y en igualdad procesal que el resto de las personas, se le han ido creando agencias gubernativas con amplias funciones y privilegios públicos con la finalidad de obviar esta situación de paridad y poder colocarlas en una posición de imperium, adquiriendo en consecuencias ciertas prerrogativas que le han dado cierto grado de libertad y discrecionalidad en campos o áreas especificas de acción, tales como la alimentación, sanidad, seguridad, etc. La creación de estas agencias gubernativas que desarrollan funciones Administrativas con amplios poderes, están sujetas estrictamente a normas jurídicas de rango legal, las que determinan con precisión los límites entre los cuales debe estar circunscrito su actividad y que más allá de estos límites su actividad se hace ilícita, lo que significa que su actuar, dentro esos límites así determinados, es discrecional, estableciéndose el principio de vinculación negativa o de actuar libre sin contradicción a la norma atributiva de competencia siempre y cuando se encuentre dentro de los límites señalados.

Fundamento, justificación y límites de la Autotutela Administrativa:

Visto como hemos planteado nuestro análisis, podemos inferir que dentro de la configuración de los Estados Modernos, tal y como lo podemos percibir y concebir actualmente, donde por la necesidad de las cosas se ha presentado una separación de lo que es la sociedad, conformada por la nación como categoría sociológica, de lo que es y debe ser Estado, vemos que éste, para el cabal y eficiente logro de los fines asignados requiere, más que de una organización política, de una organización ejecutiva, que en la administración y uso de esa organización y la utilización de los medios y recursos disponibles, pueda lograr la satisfacción de las necesidades públicas que la sociedad por si sola no pueda darse, menos aun los ciudadanos integrantes de nación de manera individual.

Vemos del análisis precedente que partiendo de dos realidades diferentes, la norteamericana y la continental europea, llegamos a una misma conclusión, la necesidad de una organización especial que pueda propender a la satisfacción de los intereses generales. Surge entonces la Administración Pública como una necesidad y la cual, por estar dentro de lo que hemos denominado un Estado de Derecho, requiere ser regulada por él. Observamos también que para la consecución de los fines y cometidos asignados, a estos órganos administrativos se les han asignados o concedidos ciertas prerrogativas y que la justificación de su existencia y este otorgamiento no está, per se, en el interés público que persigue, sino en necesidad del ejercicio de esos poderes públicos, ya que el surgimiento de la misma no es un acto caprichoso sino una necesidad teleológica para lograr esos fines de interés público.

Pero el otorgamiento de esas prerrogativas y específicamente la de la Autotutela Administrativa no pueden ni debe ser otorgada para que sea ejercida de manera genérica, para todo el actuar Administrativo, independiente de los fines e intereses perseguidos, sino que por el contrario su ejercicio debe ser excepcional, concreto y especifico y siempre como última ratio de manera exclusiva para la consecución de necesidades estrictamente generales que de otra manera serían imposibles o de dudoso logro. Además debe estar prevista en una norma jurídica de rango legal y nunca como una atribución implícita o inherente ya que ante el silencio de la ley la administración carece, como ya hemos visto, de poder de actuación alguna, no tiene competencia. En este sentido debemos referirnos especialmente a la norma constitucional contenida en el artículo 156.33, que a su tenor reza: «Artículo 156: Es de la competencia del Poder Público nacional: …33. Toda otra materia que la presente Constitución atribuya al Poder Público Nacional, o que le corresponda por su índole o naturaleza«, esta podría fundamentar, constitucionalmente, la aplicación de las llamadas competencias implícitas o inherentes, sin embargo debemos señalar que existe una radical diferencia entre lo que son las potestades y las competencias, las primeras son un poder reconocido por el derecho, mientras que la competencia es el ámbito de aplicación de esas competencias para el cumplimiento de los fines por que se está investido de una potestad (poder). Visto así es por lo que rechazamos el criterio que considera el artículo supra transcrito como el fundamento que constitucionaliza las potestades implícitas de la administración, es decir, aquellos poderes no expresamente otorgados por Ley, siendo que el antes referido artículo lo único que hace es señalar el carácter abierto o de numerus apertus del artículo 156 ejusdem, al inferir que las competencia allí señaladas no menoscaban otras igualmente atribuidas en la Constitución no mencionadas expresamente en ese artículo.

Dentro de nuestro sistema jurídico existen efectivamente normas expresas que otorgan o conceden ciertas prerrogativas específicas y para casos concretos a la Administración Pública con el objeto de conseguir el eficiente logro de los fines encomendados, pero resulta muy significativo el artículo 8 de Ley de Procedimientos Administrativo que le atribuye una potestad, por demás genérica y abstracta, a la Administración Pública para que pueda utilizarla, incluso en contra de los ciudadanos, verdaderos beneficiarios de su actuar, al establecer el llamado principio de ejecutividad de los actos Administrativos, tal y como si fuesen títulos ejecutivos que no requiriesen declaratoria previa de su condición, como también sucede con los artículos 79 y 80 ejusdem, que caracterizan el denominado principio de ejecutoriedad, es decir, la potestad de ejecutar coactivamente sus actos sin previa declaratoria del derecho en ellos contenidos por un juez imparcial que así lo determine.

Consideramos que los artículos antes señalados, redactados de esa manera totalmente abstracta, los cuales le conceden a la Administración una potestad extremadamente genérica, sin consideración a ninguna justificación de interés general para el necesario y obligado logro de los fines y cometidos asignados, violan los principios y valores constitucionales de la igualdad ante la ley, tanto formal como lo que en este caso sería más significativa, la material; en los casos de actos ablatórios violaría el principio constitucional de presunción de inocencia, de la misma manera vaciaría de contenido la garantía constitucional a un debido proceso al aplicarle al administrado el proscrito sistema del solvet et repet, no solo en materia patrimonial sino de manera general sobre cualquier derecho, incluso los morales, por lo que esas potestades así genéricamente atribuidas, sin hacer ninguna reserva en cuanto a la obligada necesidad de tutelar intereses públicos que satisfagan necesidades generales son, a nuestro entender, manifiestamente inconstitucionales.

Debemos aclarar que no estamos abiertamente contrarios a la concesión de ciertas prerrogativas a los órganos públicos para el eficiente y eficaz logro de sus fines cuando medie un interés superior que deba reforzadamente ser tutelado, pero no para todo el ejercicio de general y cuotidiano, sobre si actúa como cualquier particular

Bibliografía:
Constitución de la República Bolivariana de Venezuela
Gaceta Oficial Nº 5453 Extraordinaria del 24-03-2000

Héctor Jorge Escola
«El Interés Público como fundamento del derecho administrativo».
Ediciones de Palma 1989.

Antonio Moles Caubet
Estudios de Derecho Público.
OswaldoAcosta-Hoenicka Compilador.
Universidad central de Venezuela. 1997

Juan Miguel de la Cuetara, «Las Potestades Administrativas»
Editorial Tecnos

Manuel García Pelayo.
Federico II de Suabia y el Nacimiento del Estado Moderno.
Fundación Mauel García Pelayo. 2004.

Compilación y Estudios de Luis A. Ortiz Álvarez y Jacqueline Lejarza A. –
Constituciones Latinoamericanas.
Biblioteca de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales, Caracas 1997″

Karina Anzola Spadaro
Los Privilegio de la Administración Pública y su Justificación Final.
Revista de Derecho Administrativo, Número 19

El pensamiento Constitucional de Latinoamérica – 1810 – 1830
Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia.
Sequiscentenario de la Independencia. Caracas – Venezuela MCMLXII»


[1] La palabra prerrogativa debemos entenderla en su verdadera significación semántica, es decir, como «Privilegio, gracia o exención que se concede a alguien para que goce de ello, anejo regularmente a una dignidad, empleo o cargo.» (Diccionario de RAE), es decir, es la concesión <> de un privilegio <> que se le otorga a la Administración por no tener ese ventaja o poder, esto para el cabal y eficiente cumplimientos de los fines del Estado y los cometidos asignados a la Administración, por lo que las potestades <> así derivadas no son innatas o de la naturaleza propia de la Administración Pública, sino un poder conciente y deliberadamente otorgado, de manera formal, no en beneficio de los titulares de los órganos de los poderes públicos en ejercicio de la actividad administrativa, sino en interés de los verdaderos recipiendarios, dentro de una sociedad, de de esos fines y cometidos, los ciudadanos.

[2] Para una ampliación ver: Héctor Jorge Escola. «El Interés Público como fundamento del derecho administrativo». Ediciones de Palma 1989, Capítulo Preliminar «La fundamentación del derecho administrativo», pag. 1-14.

[3] Antonio Moles Caubet – Estudios de Derecho Público. OswaldoAcosta-Hoenicka Compilador. Universidad central de Venezuela. 1997, Pág. 11.

[4] Antonio Moles Caubet – Estudios de Derecho Público. OswaldoAcosta-Hoenicka Compilador. Universidad central de Venezuela. 1997, Pág. 18.

[5] Aunque la comparación tenga que ser artificialmente forzada en vista que el concepto de Estado es una definición histórica, es decir, varía en el tiempo. Lo que es Estado evoluciona y solo puede ser percibido con los criterios del momento dentro del cual es considerado, en este sentido Carl Schmitt, referido por Manuel García Pelayo en «Federico II de Suevia» -Nota página 9- dice: «… que es una falta, por no decir una falsedad, proyectar hacia otros tiempos, aplicando sus formaciones políticas la palabra <>, representación típica de la época estatal. El estado no es un concepto general válido para todos los tiempo, sino un concepto histórico concreto que surge cuando nace la idea y práctica de la soberanía y el nuevo orden espacial del siglo XVI…», por tales razones es que debemos acotar que la idea de Administración Pública la debemos percibir, a objeto de este trabajo, tal y como se nos presenta actualmente y es en ese sentido que puede ser acorde con la evolución de su significación y justificación existencial tal y como se nos presenta hoy y por lo tanto es plausible y aceptado el considerar el «interés público» como su fundamento o razón de ser, cosa muy diferente para otras agrupaciones sociales que no podríamos denominar como Estados en el sentido actual. De tal manera que en esos grupos sociales, o Estados de esos tiempos, es bien sabido que el desarrollo de la sociedad era guiado y responsabilidad de ella misma, no era necesario esa escisión moderna de la sociedad de lo que se considera es Estado, ya que este último no existía o al menos no era considerado como lo actualmente lo consideramos o pudieramos decir que sociedad y Estado se confundían, en tal sentido el interés de todos no requería ser tutelado, cada quien ejercía su derecho (sistema de acciones) y la sumatoria de todos ellos configuraba o definía la paz social, siendo que la organización política únicamente garantizaba la seguridad externa y ejecutaba la voluntad de la sociedad.

[6] Según Juan Miguel de la Cuetara, en su libro «Las Potestades Administrativas», editorial Tecnos, las potestades son un poder reconocido por el derecho (Pág. 13), siendo que ellas juridifican formalmente el poder (Pág. 14). Se ha definido el poder público como el <> (Pág. 32),…siendo que el primer y principal carácter de toda potestad es que produce un cambio en la esfera jurídica de sujetos distintos de quien actúa, cambio que es totalmente independiente de la voluntad de dichos sujetos. En otras palabras, la potestad se caracteriza porque proyecta efectos sobre terceros con independencia de su voluntad. (Pág. 40). Y que ese poder se ejerce siempre en interés de terceros (Pág. 43), corolario de lo anterior es que las potestades una vez configuradas por el ordenamiento jurídico son indisponibles para su titular, salvo prescripción expresa en contrario. La indisponibilidad lleva consigo como notas características la inalienabilidad y la irrenunciabilidad y, naturalmente, para el derecho actual, la imprescriptibilidad (Pág. 46).

[7] Aunque no falta quienes establezcan la concepción monista del derecho, tal y como señala Duguit cuando lo refiere el Prof. Antonio Moles Caubet en su trabajo «La progresión del Derecho Administrativo» publicado en la compilación «Antonio Moles Caubet – Estudios de Derecho Público – Oswaldo Acosta-Hoenicka Compilador – Iniversidad Central de Venezuela, 1997, pág 25»

[8] Manuel García Pelayo. Federico II de Suabia y el Nacimiento del Estado Moderno. Fundación Mauel García Pelayo. 2004, pág. 20.

[9] Antonio Moles Caubet . Estudios de Derecho Público – Oswaldo Acosta-Hoenicka Compilador – Universidad Central de Venezuela, 1997, pág 20.

[10] Antonio Moles Caubet . Estudios de Derecho Público – Oswaldo Acosta-Hoenicka Compilador – Universidad Central de Venezuela, 1997, pág 11.

[11] Para ahondar más en esta información ver: «Compilación y Estudios de Luis A. Ortiz Álvarez y Jacqueline Lejarza A. – Constituciones Latinoamericanas. – Biblioteca de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales, Caracas 1997»

[12] No pretendemos, dentro de éste somero ensayo, hacer un análisis exhaustivo de la evolución de nuestro sistema jurídico, especialmente el derecho público. Tomamos estos lineamientos iniciales como hipótesis de partida para nuestro análisis, en la convicción de no alejarnos mucho de la realidad actual, todo en virtud que su desarrollo evolutivo se ha mantenido o fluctuado dentro de cierto rango el cual siempre ha contenido estas característica iniciales, dejamos para un análisis posterior y más profuso el considerar las variaciones temporales que haya presentado el sistema jurídico, bastando por los momentos circunscribirnos a estos datos iniciales como promedio de ese rango en el cual se ha mantenido la evolución de nuestro sistema hasta nuestros días, el cual real y efectivamente ha ido moviéndose entre los límites de ese rango medio, unas veces más liberal, otras más social, unas veces más democrático y otras más autoritario, todo según la tendencia política de quien ejerza el poder Ejecutivo en cada momento, por tratarse, como hemos señalado, de un sistema presidencialista, pero en todo caso evolucionando hacia desde una concepción liberal a una democracia social, actualmente fuertemente socializada y autoritaria (no debemos confundir Estado Social con Socialismo, sea cual fuere su adjetivización).